EN OPINIÓN
Renuncian jueces electos por voto popular.
Lic. Moisés Torres Salmerón.
Las recientes renuncias de seis jueces en Tamaulipas, Durango y Veracruz, apenas dos semanas después de haber rendido protesta, no son una anécdota menor. Revelan una falla estructural en la forma en que se está entendiendo —y desdibujando— el papel del juzgador en México. La mayoría de los renunciantes carecía de experiencia judicial; algunos apenas contaban con tres años de haber egresado de la licenciatura, otros provenían de cargos administrativos o incluso de programas culturales. ¿Cómo se explica que hayan sido nombrados para una de las funciones más delicadas del Estado?
Desde el discurso oficial, se ha promovido la idea de que “cualquiera con sentido común y honestidad puede ser juez”. El ex presidente Andrés Manuel López Obrador y otros dirigentes de Morena han insistido en esta narrativa, como si la justicia fuera una cuestión de intuición moral y no de formación técnica, sensibilidad institucional y experiencia procesal. Pero los hechos contradicen esa simplificación. Ser juez no es sencillo, y no debería serlo.
La justicia exige algo más que buenas intenciones. Requiere conocimiento profundo del derecho sustantivo y procesal, dominio de criterios jurisprudenciales, capacidad de deliberación y, sobre todo, una comprensión ética de lo que implica decidir sobre la libertad, el patrimonio o la dignidad de las personas. La carrera judicial —con sus concursos de oposición, evaluaciones prácticas y formación continua— no es un capricho elitista, sino una garantía mínima de idoneidad.
Reducir el papel del juez a una función accesible para “el pueblo bueno” sin formación ni trayectoria es una forma de populismo institucional. No democratiza la justicia, la debilita. No empodera al ciudadano, lo expone a decisiones arbitrarias. Y no combate la corrupción, la reemplaza por improvisación.
Paradójicamente, la renuncia de estos jueces puede leerse como un acto de honestidad. Reconocer que no se está preparado para juzgar es mejor que fingir que se puede. Pero también es una advertencia: si no se corrige el rumbo, si no se recupera el valor de la experiencia, la justicia seguirá siendo rehén de la ocurrencia política.
La legitimidad democrática se construye con instituciones sólidas. Y eso implica reconocer que ser juez no es sencillo, ni debe serlo. Porque la justicia, cuando se ejerce con rigor, es la más alta forma de servicio público.
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