CAMINOS DEL SUR1026
Cazados al norte, olvidados al sur
Manuel Nava
Desde el inicio de la segunda administración de Donald Trump, en enero de 2025, la política migratoria de Estados Unidos ha entrado en una nueva fase de endurecimiento. Bajo el discurso de la “seguridad nacional”, el Servicio de Inmigración y Control de Aduanas (ICE, por sus siglas en inglés) ha intensificado las redadas en lugares de trabajo y comunidades con alta presencia de migrantes latinoamericanos.
Sin embargo, los operativos recientes muestran un patrón particularmente violento hacia personas originarias de la Región Pacífico Sur.
Durante 2025, los reportes de redadas masivas, detenciones arbitrarias y deportaciones forzadas han aumentado drásticamente. En octubre, el gobierno estadounidense anunció una ampliación del poder operativo del ICE, con un financiamiento multimillonaria para la contratación de agentes y la construcción de nuevos centros de detención.
Esta expansión ha coincidido con un año de alta letalidad, 2025 es el año más mortífero en décadas para los detenidos bajo custodia del ICE, con al menos 20 fallecimientos documentados, entre ellos 10 mexicanos.
Organizaciones internacionales como Amnistía Internacional, han denunciado abusos físicos, agresiones sexuales y violaciones sistemáticas a los derechos humanos en dichos centros. Lejos de ser incidentes aislados, estos casos revelan una política migratoria de castigo y disuasión, donde el miedo se ha convertido en una herramienta institucional.
En junio de 2025, migrantes de San Juan Chamula, Chiapas, fueron arrestados por agentes del ICE mientras trabajaban en un restaurante en Pensilvania. Hechos similares se han multiplicado, acompañados de vuelos de deportación que aterrizan en Tapachula con chiapanecos expulsados de Estados Unidos. Estos retornos forzados impactan severamente a comunidades que ya padecen pobreza estructural y violencia criminal.
El caso de Guerrero es igualmente alarmante. Durante el primer semestre del año, 5 mil 301 guerrerenses fueron deportados, ubicando a la entidad como la tercera con más casos a nivel nacional. Muchos de ellos huyeron de la violencia del crimen organizado y, al ser retornados, enfrentan nuevamente amenazas y persecución. Pese a ello, una parte considerable de los deportados intenta regresar a Estados Unidos, reflejando la ausencia de condiciones mínimas de seguridad y empleo en sus lugares de origen.
En Michoacán, el panorama no es distinto. Cada mes, alrededor de 800 migrantes regresan deportados o repatriados voluntariamente, aunque apenas el 10 por ciento solicita algún tipo de apoyo institucional. Los casos de Silverio Villegas, fallecido en una redada al norte de Chicago, y Jaime, quien murió tras caer desde un edificio mientras escapaba de un operativo, evidencian la dimensión trágica de esta política. Ambos nombres simbolizan la precariedad de quienes trabajan en los márgenes de la legalidad laboral y bajo la amenaza constante del ICE.
Oaxaca enfrenta un fenómeno similar. Hasta julio de 2025, se registraron más de dos mil deportaciones de oaxaqueños, dentro de un total nacional de 75 mil 341 repatriaciones mexicanas en el periodo enero-julio, de las cuales mil 427 derivaron directamente de redadas. Las organizaciones civiles y el propio gobierno estatal han expresado preocupación por el impacto social de estas deportaciones: familias fragmentadas, niños estadounidenses separados de sus padres mexicanos, pérdida de ingresos en comunidades rurales y un incremento en la pobreza por generaciones.
La violencia institucional ejercida por el ICE tiene repercusiones que van más allá del territorio estadounidense. Las deportaciones masivas están alterando la demografía y las dinámicas económicas del sur de México. En regiones donde las remesas constituyen una fuente vital de ingreso, el retorno forzado de migrantes desestabiliza economías locales ya frágiles. Al mismo tiempo, la repatriación de personas que huyen de contextos violentos genera un círculo vicioso: la expulsión no resuelve las causas estructurales de la migración, sino que las perpetúa.
El asedio del ICE no solo se traduce en redadas y detenciones; se manifiesta como una política de hostigamiento que busca disuadir la movilidad humana mediante el miedo y la criminalización. Los estados del Pacífico Sur mexicano, históricamente expulsores de mano de obra barata, vuelven a ser escenario del desarraigo. Las deportaciones no son el final del camino sino el inicio de una nueva forma de exclusión.
No se trata de números y leyes. Los mirantes son personas que buscan esperanza, diría la abuela.
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