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Transparencia como arma política.

EN OPINIÓN

Transparencia como arma política.

Lic. Moisés Torres Salmerón.

La llamada “transparencia selectiva” de Morena exhibe un doble rasero: mientras expone contratos de ciudadanos vinculados con la oposición, guarda silencio frente a los señalamientos de corrupción y vínculos criminales que pesan sobre sus propios cuadros.

El 19 de noviembre, Morena difundió un contrato por 2 millones 106 mil pesos entre el PAN y Edson Saúl Andrade Lemus, promotor de la llamada marcha de la Generación Z. La dirigente nacional Luisa María Alcalde compartió facturas y documentos como prueba de que la oposición financia movilizaciones sociales. El mensaje fue claro: exhibir al adversario bajo el discurso de la transparencia.

Sin embargo, esta práctica revela un sesgo evidente. Morena convierte la rendición de cuentas en un instrumento de combate político, pero evita aplicar el mismo rigor a los casos que involucran a sus propios funcionarios.

Diversos medios han documentado acusaciones de enriquecimiento inexplicable, corrupción y vínculos con el crimen organizado en figuras cercanas a Morena.

Ejemplos recurrentes incluyen:

– Alcaldes y legisladores señalados por contratos irregulares en obras públicas.

– Gobernadores morenistas cuestionados por el incremento súbito de su patrimonio y por presuntas relaciones con grupos delictivos.

– Funcionarios federales acusados de desviar recursos o favorecer a empresas fantasma.

Estos casos han sido ampliamente difundidos en la prensa nacional, pero rara vez reciben la misma exposición pública que Morena dedica a los adversarios.

La contradicción es evidente: ¿por qué un contrato con un ciudadano opositor merece ser ventilado en redes sociales, mientras los expedientes de corrupción interna se ocultan bajo la alfombra? La respuesta parece estar en la lógica del poder: la transparencia se usa como espectáculo cuando golpea al rival, pero se convierte en silencio cuando amenaza la legitimidad propia.

Este doble estándar erosiona la credibilidad del discurso oficialista. La ciudadanía percibe que la “lucha contra la corrupción” es selectiva, dirigida contra los enemigos políticos y no como un principio universal de ética pública.

La transparencia parcial no fortalece la democracia, la debilita. Cuando un partido en el poder se reserva el derecho de decidir qué casos mostrar y cuáles ocultar, convierte la rendición de cuentas en propaganda. El resultado es un vacío de confianza ciudadana y la normalización de la impunidad.

En un país marcado por la corrupción estructural, la exigencia no puede ser menor: si Morena presume transparencia, debe aplicarse primero en casa. De lo contrario, su discurso se reduce a un ejercicio de simulación que perpetúa la misma cultura política que dice combatir.

La exposición del contrato de Edson Andrade con el PAN es un ejemplo de cómo Morena usa la transparencia como arma política. Pero la verdadera prueba de congruencia está en enfrentar los señalamientos contra sus propios funcionarios. Mientras eso no ocurra, la narrativa oficialista seguirá siendo vista como un acto de propaganda y no como un compromiso genuino con la rendición de cuentas.

 

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