EN OPINIÓN
Poder familiar y la erosión silenciosa de la legitimidad democrática en Guerrero.
Lic. Moisés Torres Salmerón
La declaración de la diputada Leticia Mosso Hernández —al afirmar que percibe 300 000 pesos como integrante del Congreso del Estado— despierta una justificada reacción política. En un contexto de precariedad social, desigualdad regional y crisis de confianza en las instituciones, este tipo de afirmaciones no deben pasar inadvertidas. Más allá del salario, el verdadero problema es otro: la forma en que se ha utilizado la figura de la diputación plurinominal para sostener, durante años, un espacio de poder legislativo dentro de un mismo grupo familiar.
Leticia Mosso ha ocupado una curul plurinominal por tres legislaturas consecutivas. No llegó por elección directa, no ha sido sometida a la valoración del electorado en las urnas y su presencia en el Congreso parece obedecer más a la arquitectura interna de su partido y a la influencia de su esposo, Victoriano Wences Real —dirigente estatal— que a una decisión ciudadana.
Esto nos obliga a plantear una reflexión más profunda: ¿la representación proporcional debe funcionar como un mecanismo de corrección democrática o como un instrumento de control partidista y, en ciertos casos, familiar?
El sistema plurinominal nació para equilibrar la representación popular, permitir la presencia de minorías políticas y evitar el monopolio de los grandes bloques políticos. Su vocación no es cuestionable; al contrario, es una pieza clave en la construcción democrática contemporánea.
Pero cuando las listas se vuelven patrimonio de dirigencias, cuando no existe vida interna real en los partidos y cuando las designaciones dependen de relaciones personales o familiares, lo que se genera es una deformación profunda del sistema.
En ese punto, la diputación plurinominal deja de ser una herramienta de representación y se convierte en un vehículo de concentración de poder, alejado de la ciudadanía. No se rinde cuentas a los votantes, sino a quienes controlan las siglas de un partido. La lealtad política deja de ser ideológica y se transforma en un pacto personal.
Un representante popular que nunca se ha sometido al voto directo enfrenta un dilema de origen: carece de un mandato democrático genuino. Es cierto, el sistema jurídico mexicano reconoce la validez del principio de representación proporcional, pero la legitimidad —que no es solo legalidad— tiene una dimensión moral y política.
En el caso de Mosso Hernández la permanencia durante siete años en una curul sin pasar por urnas ilustra la distancia entre la norma y su práctica. No se trata de una crítica personal, sino de un fenómeno estructural que evidencia cómo las élites partidistas pueden convertir un mecanismo democrático en un dispositivo de reproducción del poder.
La situación adquiere un matiz aún más problemático cuando se observa que el partido al que pertenece la diputada está liderado en el estado por su propio esposo. En términos éticos y políticos, ello representa un conflicto de intereses evidente y un riesgo de nepotismo institucionalizado, aunque formalmente se encuentre dentro de los márgenes legales.
La democracia se erosiona no sólo por actos ilegales, sino también por prácticas que, siendo legales, resulten indecorosas y contrarias a los principios de pluralidad, igualdad de oportunidades políticas y rendición de cuentas.
Que una familia controle una curul durante años, sin competencia interna efectiva y sin responsabilidad electoral, constituye un síntoma de cierre democrático. Sustituye el mandato popular por el privilegio, y sustituye el escrutinio ciudadano por acuerdos privados.
Guerrero enfrenta desafíos institucionales profundos: violencia, desigualdad, desconfianza social. En un estado con estas características, el comportamiento de sus representantes debe ser especialmente cuidadoso y ejemplar. Cuando una diputada presume un ingreso de 300 000 pesos, mientras amplias regiones carecen de servicios básicos, se abre un abismo ético entre representantes y representados.
No es solo una cuestión de percepción pública: es un problema de legitimidad. La legitimidad democrática no puede construirse desde privilegios heredados, sino desde la rendición de cuentas y la validación constante del voto ciudadano.
Lo sucedido con la diputada Mosso es una muestra clara de las distorsiones que el sistema actual permite. No es un caso aislado, sino un espejo que nos obliga a dirigir la mirada hacia un problema mayor: la captura del poder público por redes internas que sustituyen al pueblo.
La democracia, para sostenerse, requiere algo más que leyes. Requiere ética pública, responsabilidad y una comprensión clara de que el poder no es patrimonio de unos cuantos, sino mandato de todos.
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