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El desarrollo secuestrado por el crimen organizado y la protesta social

CAMINOS DEL SUR

El desarrollo secuestrado por el crimen organizado y la protesta social

Manuel Nava

Los retos de la minería en la Región Pacífico Sur  se han profundizado hacia 2025 debido a un doble cerco: la creciente conflictividad social y comunitaria, y la inseguridad vinculada al crimen organizado. Ambos factores, combinados con las nuevas restricciones regulatorias y la presión ambiental, han frenado la reactivación de exploraciones y el avance de proyectos estratégicos.

Este diagnóstico dominó la conversación en la XXXVI Convención Internacional de Minería Acapulco 2025, realizada del 19 al 22 de noviembre. Aunque se presentó como un espacio de articulación nacional, la ausencia de varios gobernadores reveló una realidad incómoda: la minería ya no es una prioridad homogénea en las agendas estatales, especialmente en aquellas entidades donde las tensiones sociales y la violencia han escalado.

Durante los encuentros entre representantes estatales y líderes de la industria, el sector minero reiteró su demanda histórica al Gobierno Federal: generar condiciones reales de seguridad, certeza jurídica y claridad en el marco regulatorio para retomar exploraciones a gran escala, previstas tentativamente para 2026.

Bajo el lema “La Minería Unida por México”, se insistió en la necesidad de un modelo de desarrollo que articule autoridades, comunidades, empresas, academia y sociedad civil. Sin embargo, detrás del discurso de unidad subyace un desafío estructural: en buena parte de la Región Pacífico Sur operar una mina implica negociar simultáneamente con comunidades históricamente agraviadas, grupos de presión locales y, en zonas críticas, con organizaciones criminales que disputan el control territorial.

Chiapas se ha convertido en un caso paradigmático. La oposición comunitaria, encabezada por ejidos, bienes comunales y organizaciones como el Frente Popular en Defensa del Soconusco y la REMA, ha generado una cancelación de facto de múltiples concesiones. Los conflictos socioambientales —como el caso de Chicomuselo— permanecen activos y mantienen paralizados proyectos que, en otras regiones, avanzan sin fricciones.

Las comunidades argumentan que la minería es incompatible con sus formas de vida, la disponibilidad de agua y la vocación agroecológica del territorio. Esta percepción, arraigada por experiencias pasadas, impide al sector obtener la llamada “licencia social para operar”.

En Guerrero, la minería enfrenta un tablero de tensión múltiple. Por un lado, **las comunidades demandan beneficios tangibles**, protección ambiental y participación directa en los proyectos. Por otro, **las empresas solicitan garantías frente al crimen organizado**, que en diversas zonas controla accesos, rutas y cobros ilegales.

A ello se suma la presión de liderazgos locales y grupos autodenominados “sociales” que funcionan como actores intermedios con prácticas extorsivas. La combinación de estas variables convierte a Guerrero en uno de los entornos más complejos del país para desarrollar minería formal.

En Michoacán, el rechazo aumenta por motivos principalmente ambientales: degradación del suelo, contaminación del agua, pérdida de biodiversidad y afectaciones a la salud. El reto consiste en recuperar la confianza en un territorio donde las comunidades han sido testigo de múltiples actividades extractivas —legales e ilegales— que dejaron pasivos ambientales y sociales.

Sin licencia social, incluso los proyectos con viabilidad técnica permanecen suspendidos o operan muy por debajo de su potencial.

Oaxaca enfrenta una triple presión: conflictividad social, reformas legales más estrictas y exigencias de reparación ambiental. La oposición de comunidades indígenas y campesinas se mantiene sólida, alimentada por la falta de confianza en autoridades y empresas. Proyectos emblemáticos, como el de la mina San José, han sido objeto de protestas persistentes y demandas de cierre.

El verdadero nudo crítico de la minería en la Región Pacífico Sur no es únicamente legal ni técnico: es territorial. Sin gobernabilidad, sin confianza comunitaria y sin seguridad, cualquier plan de reactivación será insuficiente.

Mientras no se atiendan la violencia criminal, la ausencia de presencia institucional en zonas mineras, la falta de procesos de consulta creíbles, y los pasivos ambientales no resueltos, la minería en la región seguirá atrapada en un estancamiento estructural, lejos del potencial económico que el sector asegura poder aportar.

Ante la voracidad, toda riqueza languidece, diría la abuela.

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